domingo, 30 de septiembre de 2012

Los Cuentos para el andén siguen su marcha

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Los Cuentos para el andén, que se regalan en las estaciones del metro de Madrid, siguen su andadura y alcanzan la novena entrega. En las dos últimas aparecen cuentos, microrrelatos y aforismos de Franz Kafka, Jesús Fernández Santos, Fernando Savater, Óscar Esquivias y Fernando Iwasaki, o de autores noveles como Isabel González, Ximens, Emilia Lanzas y Laura García. La idea es excelente para el fomento y la promoción de la lectura, y debería ser imitada en otras ciudades y medios de transporte.  
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viernes, 28 de septiembre de 2012

EDGAR ALLAN GARCÍA

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Detestaba de tal manera a su ex novio y anhelaba con tanta fuerza tomar revancha por todo lo que había sufrido con él, que cuando éste regresó a pedir que volvieran a estar juntos, ella aceptó de inmediato.
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General, para qué sirve este botón roj
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* El poeta y narrador ecuatoriano Edgar Allan García, nacido en 1959, pasó por la ACEC, de Barcelona, y me dejó como regalo su libro 333 micro-bios, publicado en el 2011 por Alicia Rosell Servicios editoriales. Estos dos microrrelatos que doy aquí, sin título, son inéditos.
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jueves, 27 de septiembre de 2012

¿Quién es?

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¿Se trata del mismo actor, o son dos actores diferentes? Al primero que me diga su nombre le regalo un libro.
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Hoy, a las 7´30, pirañas...

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Hoy jueves, día 27, a las 7´30 de la tarde, se presenta en el Ateneo de Barcelona (c/ Canuda, 6) la antología Mar de pirañas. Los escritores incluidos en la recopilación leerán una muestra de su obra. La presentación correrá a cargo de la narradora CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS y del poeta, traductor y profesor JOSÉ MARÍA MICÓ.
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martes, 25 de septiembre de 2012

PAZ MONSERRAT REVILLO

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Mentirosa
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Observa cómo la fila se hace cada vez más corta. Dentro de nada le tocará a ella. Mete el dedo justo donde se está descosiendo el dobladillo del uniforme. El hilo se tensa sobre su dedo y al final cede a la presión.
Esta vez solamente tiene una pelea con su hermano y una desobediencia a su mamá. Tonterías. Necesita urgentemente algo más.
Se da la vuelta y, sin que venga a cuento, le dice a su amiga que le han comprado un perro blanco.
Ya le toca. Se acerca algo más tranquila al haber podido añadir una mentira a la raquítica lista de pecados que tiene esta semana.
Se arrodilla ante la celosía de color caoba, suspirando por hacerse mayor para aprender a pecar de verdad y así poder impresionar a ese cura tan guapo que han traído las monjas para que practiquen los rituales de la primera comunión.
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* Paz Monserrat Revillo (Tortosa, Tarragona, 1962) vive en Molins de Rei (Barcelona), es licenciada en Biología por la Universidad de Barcelona y tiene un máster en Educación ambiental por la UNED. Es profesora de instituto y coautora de libros de texto para bachillerato de la editorial Teide.
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* El cuadro es de José Manuel Broto. 
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lunes, 24 de septiembre de 2012

Antonio Pereira, fabulador del Noroeste

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A lo largo de cuarenta años, entre 1967 y el 2007, Antonio Pereira publicó seis libros de cuentos, cuatro antologías, que incluían también un puñado de microrrelatos, y dos libros compuestos por textos a caballo entre el artículo, la estampa y la remembranza, relatos memoriosos los ha denominado, sin que faltara en ellos alguna pieza narrativa. Que ahora Siruela nos proporcione reunida su obra breve en prosa (Todos los cuentos, 2012) nos permite calibrar el sentido y el valor de una literatura que la crítica ha reconocido como imprescindible en la historia del cuento español de las tres últimas décadas del siglo XX, género en el que más ha destacado el autor. Y, sin embargo, él siempre se consideró poeta, incorporando en sus relatos la precisión lingüística y la concisión propias de la lírica.
Para considerar un cuento logrado, Pereira necesitaba dar con la ficción de una voz adecuada, poseer una buena historia y saber relatarla con brevedad. Así, podría decirse que se desenvuelve dentro del amplio territorio del realismo con incursiones en lo grotesco y esperpéntico, además de en la literatura fantástica. En su “Cuento de los dos narradores” distingue entre el narrador inocente que fue en sus inicios y el resabiado en que ha acabado convirtiéndose. A ello habría que añadir los rasgos más característicos de su escritura: el humor y una leve ironía, y ese “erotismo diocesano”, según él mismo lo llama, en donde sus protagonistas padecen a menudo los delirios propios del seductor; junto con el culturalismo y una cierta preocupación social, todo ello tamizado por el arte de la sugerencia, la ambigüedad y el deseo de romper con las expectativas del lector. Gran parte de los cuentos aparecen escritos en primera persona, aunque a veces se valga del estilo indirecto libre e incluso de la segunda persona, si bien se trata siempre de fabulaciones reelaboradas bajo el disfraz de lo autobiográfico. Ese narrador predominante suele presentarse como el intermediario de una historia singular que le han contado, a menudo en una tertulia, y que merece conocerse. 
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Si comparamos las primeras ediciones de sus cuentos con las más recientes, se aprecia el trabajo de poda realizado, llegando a componer nuevas versiones de una misma historia, con notables variantes, de lo que sería buena prueba “Informe sobre la ciudad de N***” y “Aquella revolución”, relatos de 1967 y 1999. El cambio más radical de estilo se observa en su segundo libro, donde se hace más atrevido y complejo, menos funcional y costumbrista, y sus historias dejan de ser sólo rurales.
Quizá sea su condición de francotirador, de escritor al margen de estéticas imperantes, grupos y generaciones, el rasgo que mejor lo singularice. Acaso porque su obra se desarrolla entre la generación del mediosiglo y la de esos otros autores que arrancaron en los años de la Transición, un territorio peor perfilado por la historia literaria. De los títulos de la obra narrativa breve de Pereira, es posible deducir una cierta poética: a través de ellos afirmará tajantemente que le gusta contar, al tiempo que la define como invenciones, historias veniales o civiles; o la utiliza para anunciarnos que sus cuentos son de andar el mundo o relatos sin fronteras, e incluso alguna pieza es tachada de cuento cruel, anticipándonos, además, su transcurso en ciudades de Poniente, del Noroeste mágico, o en barrios como la Cábila, pero siempre destinada a lectores cómplices.
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Pereira, con el paso del tiempo, iría afianzando una voz depurada y un mundo personal, creándose su propia estirpe y levantando acta de un territorio literario, tachará a una de sus urbes de “ciudad llena de secretos”, del que también formarían parte, ya escribieran en gallego o en castellano, Cunqueiro, Casares, Basilio Losada, Merino y Luis Mateo Díez, en quienes pesa de igual modo la tradición del relato oral.
Si tuviera que hacer una antología con los mejores cuentos de Pereira me decantaría por relatos tan distintos como “Fábula con obispo y niño”, “El ingeniero Démencour”, “Los brazos de la y griega”, “El ingeniero Balboa” (su preferido), “El síndrome de Estocolmo”, “El happening”, “Obdulia, un cuento cruel”, “La barbera alemana”, “La nostalgia”, “Dalmira y los monjes”, “La espalda de Elisa”, “Los preventivos” (una pieza maestra), “El asturiano de Delfina”, “Las nieblas de la Purísima” y “Palabras, palabras para una rusa”, mi preferido, pues me gusta leerlo como una metáfora de la literatura, del poder que tiene siempre la palabra, así como de la capacidad de encantamiento del ritmo. Un cuento que podría decirse que años después se hizo realidad, tal y como cuenta en “Con la rusa en Tarragona”.
En cierta ocasión, el narrador argentino Daniel Moyano comparó a Pereira con Giacomo Rossini, habida cuenta de que en sus relatos apenas nunca deja de oírse de fondo il basso bufo para subrayar ese humor vitalista, socarrón y escéptico que siempre caracterizó al escritor de Villafranca del Bierzo.
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* Esta reseña apareció publicada en el suplemento Babelia, del diario El País, el pasado sábado, 23 de septiembre. 
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domingo, 23 de septiembre de 2012

En la muerte del traductor Pepé Escué

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Morirse en agosto es una imprudencia, porque nadie se entera, aunque no creo que a Pepe Escué, como solían llamarlo sus mejores amigos, con el nombre y el apellido, le importara tener una despedida discreta, propia del gran cronopio, entrañable gruñón, que era.
Lo conocí hace años en la tertulia del Oxford, una cafetería de la calle Muntaner de Barcelona. Podría decirse que era afrancesado, radical, y había nacido en Bellvís, un pequeño pueblo de Lérida, en 1922, en el seno de una familia numerosa. Tras licenciarse en Filosofía y Letras, pero casi desconociendo el idioma, se fue a Francia a dar clases de español. Allí permaneció dieciocho años, durante los cuales fue profesor en Versalles, empezó una tesis sobre el filósofo y teólogo Nicolas Malebranche (1638-1715), que nunca concluyó, y volvió dominando el francés.
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Albert Camus
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Durante los años sesenta, junto a A. Mercier, compuso manuales para la enseñanza del español en el país vecino (se titulaban Pueblo, y los publicó Armand Colin) que gozaron de éxito. Pero quizá lo más importante entonces fuera la amistad que mantuvo con Albert Camus, quien le confió las traducciones y adaptaciones teatrales de sus obras en castellano. Su otro gran amigo francés fue André Belamich, uno de los mayores expertos en la obra de Lorca y el traductor de sus obras completas al francés.
En 1967 regresó a Barcelona, incorporándose como profesor de francés al Instituto de Bachillerato Infanta Isabel. Ese mismo año fue uno de los fundadores de la tertulia del Oxford, junto a Alberto y José Manuel Blecua, y el también excelente traductor Javier Albiñana, quien se consideró siempre su discípulo, pues lo estimuló mucho cuando empezaba a fajarse en tan complicado oficio. A lo largo de más de cuatro décadas, por esta tertulia, iniciada en 1960 en el café Cristal, que hoy sigue reuniéndose los martes en El yate, situado muy cerca del desaparecido Oxford, han ido desfilando escritores, profesores, traductores y amigos de plural condición, con la maravillosa tarea, por decirlo con palabras de Cortázar, de pasarle revista al mundo, que es como lavarle la cara y hacerlo más tolerable.
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Georges Perec
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A Pepe Escué le debemos traducciones de libros y autores tan heterodoxos como poco complacientes con la tradición narrativa predominante, como La vida, instrucciones de uso y Las cosas, de Georges Perec; El mar de las Sirtes, de Julien Gracq; Locus Solus, de Raymond Roussel; Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, de Raymond Queneau; La casa de citas, de Alain Robbe-Grillet y La acacia, de Claude Simon; clásicos como Don Juan y Tartufo, de Molière; La religiosa, de Diderot; Naná, de Zola; Claudine en París, de Colette; La rosa de arena, de Montherlant; o Barrio negro, de Simenon; o narradores actuales como Jean Echenoz (Rubias peligrosas, Lago o El meridiano de Greenwich) o Jean-Pierre Tossaint.
Y, en especial todo el teatro de Albert Camus, pero también El hombre rebelde. La lista, de poder continuarla, sería interminable y poco prudente. Tradujo, en suma, para Seix Barral, Anagrama, Tusquets, Alianza o Planeta. Nunca obtuvo premio alguno, ni reconocimiento público ni privado por su impagable y estricta labor, pero hace unos días, unos cuantos amigos que lo apreciábamos y respetábamos, con la ayuda de unas cervezas y unos whiskys, reunimos todos estos datos que solo vienen a ser un leve reflejo de su labor como profesor y traductor. Lo recordamos como un hombre culto y sabio, de fuerte temperamento, hablaba muy bien portugués, cosa infrecuente en los españoles, era un gran melómano y un exigente gourmet para delicia de quienes lo acompañaron a la mesa.
Me viene a la memoria, siempre caprichosa, que el escritor Carlos Pujol, fallecido recientemente, lo tenía en gran estima, y lo consideraba uno de los traductores más finos de la lengua francesa. Y dicho esto me parece que resulta evidente por qué a Alberto Blecua le gustaba llamarlo el Voltaire de Bellvis. 
Fernando Valls & Cía.
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Pepe Escué
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* Este artículo apareció publicado en el diario La Vanguardia el pasado sábado, 23 de septiembre, con  el título: "Traductor de Perec y Camus". 
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viernes, 21 de septiembre de 2012

Microlecturas, 9: Juan Romagnoli

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CÓMO DESCUBRÍ EL MICRORRELATO
(o el síndrome de Estocolmo)
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Comencé a escribir cuando tenía 17 o 18 años. Había sentido vagamente esa inclinación desde mis primeras lecturas de Julio Verne, en la escuela primaria. Comencé escribiendo poesía, claro, y de la mala. Poco tiempo después me pasé a la narrativa. Cuentos. Me sentía más a gusto, mi imaginación fluía mejor. Diré que me gustaba el cuento fantástico y de ciencia ficción, pero me salían cuentos “extraños”, es decir, clásicos en su forma pero acerca de lo extraño, lo improbable, lo dudoso. Eran mis primeras experiencias con la escritura y, por suerte, comprendí que necesitaba ayuda. Hacia finales de los años 80 asistí a un taller literario. Me vino bien por varias razones: Mis hijos eran muy pequeños y me encontré, sin darme cuenta, con dos trabajos, estresado y sin tiempo para escribir (sobre todo “tiempo mental”), salvo por esas dos horitas de taller semanal que por suerte tenía. Pero me era insuficiente. Yo quería, necesitaba, escribir, y para eso debía producir con mayor regularidad.
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Entonces recordé que en 2º. año de secundaria, cuando tenía 13 años, una profesora de dibujo, allá en Mendoza, nos mandó comprar un bloc de hojas lisas y un lápiz blando. La idea era realizar varios dibujos por semana (si eran varios por día, mejor), a mano alzada, y llevárselos a sus clases. Debían ser simples, y no importaba qué, ni tampoco la calidad o la inventiva; sólo importaba la cantidad, para ir soltando la mano. ¡Eso era lo que yo necesitaba! De inmediato compré un bloc de hojas (rayadas en este caso) y me dispuse a hacer mis bocetos diarios, a mano alzada. Así comencé a escribir frases sueltas, a anotar ideas (al modo de Nathaniel Hawthorne), o describir brevemente lo que veía y oía. Pasados unos meses, me di cuenta que me gustaban esas anotaciones y que, en algunos casos, lograban cierta autonomía como textos narrativos. Además, notaba que escribir las ideas para cuentos se convertía a veces en el cuento mismo, desarrollado en 4 o 5 líneas esenciales. Estaba fascinado. Se los llevé a Ana Auslender, coordinadora del taller al que asistía, y por primera vez en mi vida oí la palabra “minicuento”. Ana me animó a seguir intentándolo y lo hice, ahora ya más conciente de lo que buscaba..
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La foto está hecha, en mayo del 2011, tras la presentación de la Orden de la Brillante Brevedad.
De izq. a dch. aparecen Sandra Bianchi, Miroslav Scheuba, Luisa Valenzuela, Laura Nicastro y Juan Rogmagnoli.
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En el taller me comentaron de la revista Puro cuento, que dirigía el escritor Mempo Giardinelli . Allí supe que otros escritores cultivaban esta forma, y poco a poco mi horizonte de lectura minificcional se fue ampliando. Envié algunos textos a la revista y me aportaron devoluciones valiosas. Releí (con otro criterio ahora), Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar y la famosa antología de Borges y Bioy Casares; descubrí los “Casos” de Anderson Imbert, y luego agregué la lectura de Juan José Arreola, los maravillosos textos breves de Kafka, etc. Debo hacer un paráte, ahora, para destacar un librito que apareció ante mí por aquel entonces: La sueñera, de la argentina Ana María Shua, y que me marcó en varios sentidos: En primer lugar, porque la inventiva de la autora me deslumbró. Y en segundo lugar, porque se trataba de un libro entero de puras minificciones. Esto me resultó fascinante. Y agrego, como tercer punto, que la escritura de Ani Shua es una clase magistral, en cada uno de sus textos, de concisión y dominio de las formas breves, además de su indómito espíritu transgresor de dichas formas. Por fortuna, no caí en la trampa de querer imitarla, sino que me propuse y me aboqué a buscar mi propio estilo (o no desviarme de él, si iba por buen camino), sabiendo ya que mi objetivo, sin plazos, era acumular material para completar mi primer libro de microrrelatos.........
Por esos días recordé la revista mexicana El cuento, publicación legendaria y señera, de la cual tenía dos o tres ejemplares del año 85-86. Me suscribí pero no mandé textos de inmediato, sino que esperé a estar más sólido en mi escritura. Es así que en el año 1994 me animé y envié un par de textos, con la fortuna de que me publicaron uno: “Historia”. Unos años después, en 1999, envié algunos más y me publicaron dos: “Invitación” y “El niño y el mar” (además de una crítica generosa). Este último, inspirado en una anécdota de San Agustín, sería leído por mi compatriota Raúl Brasca, reconocido antólogo y estudioso del género, además de gran escritor. Le gustó mucho y de inmediato nos contactamos. Brasca estaba preparando su tercera antología Dos veces bueno y quería incluir mis textos. Gracias a su generosidad, pasé de ser un autor inédito y sin apuro por publicar, a ser tenido en cuenta en el pujante ámbito de la minificción.
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Enrique Anderson Imbert
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Mi horizonte de lecturas sobre el género se vio ampliado, como es natural. Fui descubriendo que Latinoamérica era un terreno muy fértil y lleno de grandes cultores del género. En México: Julio Torri, René Avilés Fabila, Salvador Elizondo, Rogelio Guedea. En Venezuela: Gabriel Jiménez Emán, Ednodio Quintero y Luis Britto García. De El Salvador: Álvaro Menén Desleal. En Colombia: Guillermo Bustamante Zamudio y Nana Rodríguez. En Chile (país prolífico en talento y producción), Vicente Huidobro, Juan Armando Epple, Diego Muñoz Valenzuela, Lilian Elphik. Uruguay, con Mario Benedetti y Eduardo Galeano. Y muchos argentinos, claro. A los ya nombrados, agrego: Marco Denevi y Luisa Valenzuela; y los más jóvenes y no menos talentosos: Orlando Romano, Fabián Vique, Alejandro Bentivoglio, Laura Nicastro, Eugenio Mandrini, etc. La lista de cultores es interminable en toda Latinoamérica, pero sólo consigno los que fui leyendo en esos años. Más recientemente, por no tener acceso antes, fui leyendo a algunos escritores españoles. Entre ellos, disfruté mucho de los microrrelatos de Ana María Matute y José María Merino, pero la lista es también extensa y de calidad.
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Excede el espacio de esta enumeración el consignar qué me gustó de cada uno de los autores nombrados, pero tal vez sirva de astrolabio decir lo que veo más o menos en común entre ellos y que es uno de los aspectos que más me atrae del género mismo: Para mi gusto, un buen microrrelato es aquel que deja en el lector la sensación de que le han metido la mano en el bolsillo sin que lo note y, sin embargo, no puede denunciar el hurto porque, de algún modo, el autor lo ha hecho sentirse cómplice. Como si el texto estableciera, entre escritor y lector, una suerte de Síndrome de Estocolmo literario.
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jueves, 20 de septiembre de 2012

Pirañas a las 7´30

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La presentación de la antología Mar de pirañas, organizada por la ACEC, será el próximo día 27, jueves, a las 7´30 de la tarde, en el Ateneo de Barcelona (c/ Canuda, 6), y correrá a cargo de la narradora CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS y el poeta, traductor y profesor JOSÉ MARÍA MICÓ.
Además, los escritores que están incluidos en la recopilación, y que lo deseen, leerán una muestra de su obra.
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miércoles, 19 de septiembre de 2012

La Kerkyra azul de Gabriel de Biurrun

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Mi primera visita a la isla fue leyendo, hace unos treinta años, de la mano de Gerald Durrell. Esta vez ha sido de verdad. Dos sueños de golpe. Ganar dinero con un microrrelato y gastármelo en un viaje a Corfú.
Decía Lawrence Durrell que a Kerkyra hay que llegar en barco, desde Italia. Me permito desobedecer, por cuestiones de calendario y de logística familiar. También desde el cielo se aprecia una isla increíble, de vegetación prieta y oscura, de playas eternas y aguas con todos los azules. No deja uno de plantearse, sin embargo, quién limpia las ventanillas de los aviones.
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Laguna de Korission
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Tras encontrar nuestro coche de alquiler, un Skoda tan feo como funcional, que parece un coche fúnebre para difuntos encogidos, nos inyectamos en un tráfico criminal. Apenas media hora de trayecto hasta Messonghi. Los carriles de las carreteras están a veces marcados con unos botones reflectantes esparcidos en el asfalto por un Pulgarcito borracho y demente. Los corfiotas parecen circular con una especie de resignación entre suicida y alevosa, sabiendo que alguien, en algún momento, cometerá un error. Es cuestión de que no te toque.
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El apartamento es lo que parecía en las fotos. Un conjunto de cubos abiertos hacia el mar, con cama y jacuzzi en la terraza, con todo el aire azul que uno pueda absorber. Desde el extremo sur de Messonghi se observa a la izquierda la costa este de la isla, Moraitika, Benitses, y casi la ciudad de Corfú. Al frente, la costa desértica de la Grecia continental, envuelta en una bruma sospechosa.
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Pelekas
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Con una vista así, y con diez días por delante, me da la risa mientras apuro en dos tragos la “Cerveza Helénica más famosa del mundo. Mythos”.
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Visitamos la ciudad de Corfú, rodeada por un caos suburbial que desemboca de pronto en la zona comercial, desde la que se accede a la ciudad vieja. Paseando sin rumbo observamos el Viejo Fuerte, atravesamos calles abarrotadas de tiendas de souvenirs, y nos encontramos junto a la Iglesia de San Spiridion, patrono de la isla. La mitad de los corfiotas se llama Spiro en su honor. Desde fuera apenas puede apreciarse la torre, las paredes lisas, amarillas, las vidrieras en las ventanas. El interior es un espectáculo de madera labrada, arañas de cristal, y un techo increíble con escenas de la vida del santo. Hay gente rezando. Casi todos rezan.
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Interior de la Iglesia de San Spiridion
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Junto al altar, en una pequeña capilla, descansa el sarcófago con los restos momificados del santo, cuyas babuchas besó apasionadamente Margo Durrell. La gente entra en una fila ordenada, se arrodillan, besan cada esquina del sarcófago, apoyan la cabeza. Junto a mí, una joven saca unas tablas de madera labrada con imágenes religiosas. Las apoya en el sarcófago, las besa, las abraza.
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Sacando fotos mientras paseamos, caigo en la cuenta de que el azul se inventó aquí. La luz ofrece unos contrastes que hacen que cualquier esquina te cautive diez minutos.
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Playa de Ermones
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No hay prisa por hacer visitas. El dueño del apartamento nos recomienda varios sitios, must go, must go, this is a go-go...

La playa de Messonghi es de piedras pequeñas. La gente sale del agua haciendo posturas de Tai-chi, descoyuntándose las caderas y los hombros, apretando los dientes por no ladrar. Sólo el primer día. Luego te acostumbras. Cuando el agua te llega a los muslos desaparecen las piedras, y la arena es fina y amable. El agua se mantiene a una temperatura constante, medio amniótica, poblada de peces y de cangrejos ermitaños, de erizos entre las rocas. Estamos a cinco minutos del apartamento. Subimos y bajamos cuando queremos por una estrecha carretera bordeada por casas viejas, envidiables, con embarcadero propio, con unos olivos que harían palidecer al roble más añoso.
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El cielo se ve más blanco desde la playa. El azul se lo come el mar, sin olas, denso y cómodo. Bucear, seleccionar cientos de piedras de la orilla, caracolas enrevesadas.
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Fortaleza antigua de Corfú
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El Monte Pantokrator es el más alto de la isla. Situado al noreste, a poca distancia de Albania, desde su cumbre se ve la isla entera. La subida en coche es larga y entretenida. Nadie se marea. El paisaje playero da paso a una atmósfera fresca de olivares en terrazas, de sombras difusas y luces filtradas. Más arriba, ya sin olivos, los cipreses oscurecen las curvas de la carreteras. Sombras densas, frescas. Y más arriba, brezos y piedras; calvas, heridas, atravesadas por una población insultante de antenas, repetidores, parabólicas, torres que zumban. Y no hay wifi.
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Allí arriba hay una capilla, un pequeño museo, y unas ganas tremendas de subirse a un árbol para tener una vista circular de toda la isla, de Albania, de Italia si el día está claro. No es tan alto, novecientos metros; pero la isla no es tan grande, y espiarla así, desde lo alto, cada playa, cada barco, los pueblos a vista de pájaro, es una especie de lujo barato. Las vistas al bajar son espectaculares, nos detenemos en Spartilas, para comer los bocadillos en un olivar, fresco, tapizado por las mallas con que recogerán las olivas.
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Más playa, esta vez Issos Beach, a diez minutos de casa, pero al otro lado de la isla, en la costa oeste. Kilómetros de arena y dunas. Las olas son de verdad. Y el sol. Hemos ido a pasar el día y alquilamos una sombrilla con tumbonas, mesa y cenicero. La parte organizada de la playa tiene un bar neo-hippie, con cojines por el suelo, y gente extraña bebiendo daikiris y café con pajita en copas de plástico. Hacia el norte, sin embargo, las parejas, la gente haciendo footing, nudistas anónimos y paseantes, se reparten cientos de metros de playa por cabeza. Respetan la distancia, la intimidad, las ganas de no oír a nadie. Un café con hielo, “ah, espresso freddo”, dos cincuenta, la madre que te parió, neo-hippie. Menos mal que soy feliz.
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En Ermones
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Más playa, junto al apartamento. Camisetas y after-sun porque nos hemos quemado los hombros. Callejeando por Messonghi descubrimos los grandes hoteles, llenos de ingleses y alemanes bailando la conga bajo las órdenes de una pequeña orquesta. Encontramos que la parte antigua del pueblo parece ser sólo el portal de una casa que aloja dos piedras de molino. Compramos el pan en un pequeño supermercado de la calle principal de Messonghi. Hablan todos los idiomas. Tienen conversaciones con todos los turistas. Hablan, de verdad, los idiomas. Al ir a pagar, dan caramelos a los niños, y un vasito con una mezcla de ouzo y zumo para los mayores. Todos los días, a todas horas. Dan ganas de hacer la compra a plazos, para beber, para brindar con el cajero al ritmo de un alargado kalimera, kalispera, buenos días, buenas tardes.
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Nos han recomendado ir a Pelekas, pueblo antiguo, que se ha mantenido muy tradicional; sea lo que sea lo que eso signifique. De camino, atravesando el interior de la isla, se sube parte del monte Agios Matthaios, desde el que se ve la costa de Pentati, un islote, otra vez toda la gama de azules; el sol de cara, que ciega y colorea de verde algunas sombras. La carretera rodea Pelekas, y nos lleva directamente al Trono del Kaiser. Desde allí, en lo más alto, el Kaiser Guillermo oteaba la isla a sus pies, tarareando, supongo, haciendo tiempo para ver el atardecer a su espalda. El sol minúsculo acunado en una nube horizontal.
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Paseamos luego por el laberinto de Pelekas, con calles estrechas, en cuesta, con escaleras, vueltas y callejones con escalones encalados, esquinas encaladas, como si hubiera habido una caprichosa nevada geométrica. De vuelta al coche nos detenemos a ver el sol sumergirse en el mar. Íñigo ve el rayo verde. Un poco.
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Atardecer azul en Messonghi
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Soñaba con alquilar un bote. Pasar un día en mi propio Bootle-Bumtrinket. No es fácil. Al final encuentro en Benitses un tipo que alquila pequeñas barcas a motor. Hablamos del precio. Se regatea él solo hasta que puedo intervenir. No es tanto, es un día, sólo una vez.
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El domingo nos saca Fanis del puerto y salta en la playa. No problem, no problem, good day. Y se va cabalgando en unos pies descalzos que parecen bogavantes. Bordeamos la costa de Benitses hacia el sur, Tsanis, Moraitika, Messonghi. Vamos hacia las playas azules de Petriti. Pagaría un dineral por ver delfines.
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Me sale gratis.
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De repente veo algo negro que sale del agua. Pienso que es una gaviota que se ha posado. No digo nada y me acerco. Ahí están. No sé si son dos o tres. Aviso a Irantzu. Ella avisa a Íñigo e Itsaso. Enmudecemos. Me acerco más y apago el motor. Nos da tiempo a ver sus lomos entrar y salir, cosiendo el agua sin ruido. Me sabe a poco, aunque recapacito y concluyo que el hombre hace lo que puede para acercarse, y, a veces –ahora– la naturaleza hace lo que quiere para alejarse.
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Entre avispas y pesca infructuosa, terminamos la jornada acalorados, sudorosos y medio deshidratados. No hay quien beba la mejor cerveza Helénica caliente.
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Más playa en Messonghi. Contamos diez, doce tipos de peces distintos. Sobrevolamos las algas. Pasamos una hora buscando la linterna de Aristóteles entre los esqueletos de erizo. Y encontramos cohombros de mar, más ermitaños verdosos y rojizos, que sacuden un latigazo dentro de casa para dar la vuelta a la concha.
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Calles de Corfú
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Desde el apartamento, a pesar de cuatro cables que raspan el horizonte, se disfrutan unos atardeceres cálidos, antes de que las avispas den paso a los mosquitos. Una especie de auroras boreales al sur, que preceden a la salida de la luna, que deja un rastro de linterna en el agua quieta.
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Paleokastritsa es la zona más turística de la isla. Cinco bahías consecutivas cinceladas, con playas arrancadas al acantilado, como prestadas a lo salvaje. Hay cuevas y pequeñas calas, y cientos de barcos pequeños, decenas de barcos grandes.
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Antes de llegar a Paleokastritsa nos hemos detenido en Ermones, donde Ulises hizo su última parada en el viaje a Ítaca. La playa es pequeña y luminosa, plagada de rocas. Parece que hay más hoteles que gente. Paradojas inmobiliarias.
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Paleokastritsa es un sitio extraño. Estás pero no has llegado. No hay un núcleo claro, sino más bien un cordón de bares y hoteles que se han apropiado de lo que debería haber sido un paseo con vistas. Los acantilados alojan casas blancas ancladas, temerarias; bares con terrazas y escaleras suicidas hacia las calas casi desiertas. No sé qué idea tienen aquí de aglomeración. Ahí queda Salou.
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Acantilado en Paleokastritsa
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Dejamos el coche en la última bahía, con una cala circular. Nos sentamos en una terraza donde un Spiro inmenso nos palmea los hombros, nos mima con agua, cerveza, vino blanco y unos helados hidrocefálicos que se derriten al ritmo vertiginoso con que el sol vuelve a hundirse, esta vez más cerca. Amo a este hombre, que representa el espíritu corfiota de amabilidad con una sonrisa de ciento cincuenta kilos, mientras disfruta viendo cómo nos reímos del atardecer, de una nube descafeinada que lleva ahí dos días, sin dar sombra, sin atreverse a intentar nada.
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No hemos visto las islas de Paxos y Antipaxos, ni la bahía de Kalami, ni tortugas en los olivares, ni lirones persiguiéndose a la luz de la luna. Me da igual. Me voy, nos vamos, con una nueva concepción del color, de la luz, de disfrutarnos en familia, de reír por puro placer.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten.
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lunes, 17 de septiembre de 2012

En Llançà, con Carver y la Tramontana, por Pedro Herrero

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Veranear en septiembre tiene sus ventajas. Hay menos gente en todas partes, todo funciona sin prisas, sin aglomeraciones. Allá donde vas, el turismo lo componen parejas de la tercera edad, familias con más hipotecas que hijos, y pringaos de diversa edad y condición. Los precios son más asequibles. Me he alojado una semana en Llançà, al norte de la Costa Brava catalana, a 12 km de la frontera con Francia. He alquilado un apartamento con vistas exclusivas a la playa, tirado de precio. He traído conmigo un libro de relatos de Raymond Carver. Para este entorno, quizá habría sido más adecuada la prosa de Josep Pla, pero creo que a Carver también le habría gustado la falta de pretensiones de mi apartamento.
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Llançà se encuentra en la comarca de l’Alt Empordà, un entorno a merced de la Tramuntana, que es un viento frío del norte, capaz de causar estragos en el ánimo de las personas. En Suiza padecen algo parecido, aunque con un viento cálido, de un ámbito más local, como es el Foehn. Según la jurisprudencia del país helvético, si se demuestra que un crimen fue cometido mientras soplaba el Foehn, ello constituye un elemento atenuante. Aquí, que yo sepa, el código penal no recoge nada parecido, y eso que somos bastante más temperamentales.
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Carver se lee bien bajo los efectos de la Tramuntana. En casa he dejado a medias un libro de relatos de Haruki Murakami: Sauce ciego, mujer dormida. En mi opinión, algunas de sus páginas huelen a Cheever. Algún planteamiento me recuerda a Auster. Alguno de sus finales parece evocar la violencia contenida de Salinger. ¡Qué no sabrán hacer estos japoneses!
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Llançà, como todos los pueblos del litoral catalán, se alimenta en gran medida del turismo. Hace su agosto en agosto, como está mandado. Las inmobiliarias que gestionan apartamentos de venta y alquiler ocupan puntos estratégicos. Los carteles en varios idiomas están a la orden del día. Los comercios se adaptan a las exigencias del mercado. Como botón de muestra, tomé una fotografía de una presunta perfumería, cuya fachada desprendía aromas inequívocamente marineros.
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Al acabar la Guerra Civil española, Llançà pasó a denominarse Llansá. La sumisión lingüística que impusieron las autoridades franquistas erosionó la toponimia local con resultados desiguales. Portbou siguió siendo Portbou, pero Figueres se convirtió en Figueras (la traducción habría sido Higueras, pero no se trataba de traducir, sino de desfigurar la etimología). Terrassa se llamó Tarrasa. A Cerdanyola la rebautizaron como Sardañola. Oficialmente, aquel cúmulo de despropósitos duró lo que tardó en morir el dictador. Aunque empresas como LLANSA S.A. (cementos y feldespatos), cuyo cartel aparece en la entrada a Llançà por la N-260, demuestren que el mundo de los negocios tiene su propia historia.

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Claro que la insensatez viaja en todas direcciones, eso que conste también. Yo vivo en Castellar del Vallès, una población de menos de 20.000 habitantes, situada al norte de Sabadell. Una vez, en la Diada del 11 de septiembre (fiesta nacional en Cataluña), algún descerebrado pintó los carteles de entrada al pueblo para que se leyera “Català del Vallès”. Hay gente que está mal de la cabeza. Además, el castellar es una planta herbácea de flores amarillas, cuya infusión tiene propiedades medicinales. Lo malo de los fanáticos (de cualquier signo) es que, cuando ocupan el poder, la vida acaba siendo algo tan turbio y errático, tan alejado de los dominios de la esperanza, como un relato de Raymond Carver.
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domingo, 16 de septiembre de 2012

Cortázar: tapas y lomos

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Uno de los asuntos que más me ha llamado la atención, en esta impresionante recopilación de la correspondencia de Julio Cortázar, es su constante interés por todos los elementos que componen el libro, por el diseño de la cubierta (la tapa, en Argentina) y el papel protagonista que para él tenía el lomo, no en vano -lo recuerda- es lo único que acabamos viendo cuando el libro está colocado en la estantería. "El lomo no lo es en absoluto sino que es la cara del libro, su parte más importante y más viva", escribe en 1962. Y todo ello a pesar de que en 1960 afirma que siempre fue un negado para las artes gráficas.
Hasta tal punto le interesaban estos temas que, a pesar de la distancia, de París a Buenos Aires, le cuenta a Francisco Porrúa, su editor, cómo se imagina sus libros, e incluso le manda maquetas con posibles ideas para su realización. Así, por ejemplo, para las Historias de cronopios y de famas le suguiere una caja insólita, más ancha que alta, con los textos ilustrados y generosos márgenes y blancos entre las distintas piezas.  Cuando recibe el libro, editado en Argentina por Minotauro, se queja de que en el lomo su nombre ha quedado reducido a J. Cortázar.
Para Rayuela piensa en un cuadro de Dubuffet, "con un graffiti mostrando el dibujo clásico de cualquier rayuelita de barrio", o en una rayuela que se extienda por la contracubierta, ocupando incluso el lomo.
En la práctica, quizá por motivos econónicos, nunca llegaron a cuajar del todo sus ideas y como él temía le encajaron la rosa en el zapato. Espero, sin embargo, que en alguna ocasión alguien se atreva a editar Rayuela con el lomo y la tapa que a él le hubiera gustado. No parece que, a estas alturas, sea mucho pedir.
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viernes, 14 de septiembre de 2012

Las cartas de Cortázar, `Rayuela´ y David Lagmanovich

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Alfaguara ha iniciado la ed. de las Cartas de Julio Cortázar, al cuidado de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, que constará de cinco volúmenes. Ya han aparecido los tres primeros. Me he zambullido en ellos, olvidando otras obligaciones más apremiantes, picoteando aquí y allá, aunque me he centrado, sobre todo, en el segundo tomo, donde se recoge la correspondencia entre 1955 y 1964, y por tanto todo lo que tiene que ver con la edición de Rayuela (1963) en la editorial Sudamericana, de Buenos Aires, en donde su interlocutor solía ser Francisco Porrúa, más que Antonio López Llausás, por quien muestra escaso aprecio. En un momento dado (carta desde París, 19 de abril de 1964), Cortázar le lista y jerarquiza a la gran crítica e investigadora Ana María Barranechea, una de las mejores expertas en su obra, las primeras reseñas de la novela, y entre las que considera más acertadas aparece la escrita por David Lagmanovich, publicada en La Gaceta de Tucumán, el 29 de marzo de 1964. En otra carta de ese mismo año, aunque posterior, dirigida a Enrique y Anita Rotzait, apunta Cortázar, al respecto: la reseña "es muy buena, y me ha gustado que alguien vea con tanta inteligencia lo que he tratado de hacer en Rayuela. Quiero decir que muchos lo han visto, pero pocos han sabido escribirlo como ese crítico. También conozco la nota de Anita Barrenechea en Sur, que es excelente" (p. 529).
A ver si algún amigo tucumano consigue localizarla y mandárnosla para que la reproduzcamos aquí, como un homenaje a esos dos grandes cronopios que fueron Cortázar y Lagmanovich, a quien le debemos las consideraciones más inteligentes que conozco sobre los microrrelatos del autor de Rayuela. Seguiremos comentando estas cartas.          
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jueves, 13 de septiembre de 2012

Ana Alonso

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MIDELT
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¿Alguno de ustedes ha visitado Midelt? Midelt es una ciudad pequeña situada en el Atlas Oriental de Marruecos, a la que las guías turísticas apenas dedican unas líneas, o definen como “ciudad sin interés turístico alguno”. Por una serie de casualidades, hace dos primaveras fui a parar allí.
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Todo empezó cuando me puse de acuerdo con una amiga para recorrer Marruecos en coche, las dos solas. Mi familia puso el grito en el cielo. Me fueron expuestos con todo lujo de detalles los riesgos a los que me exponía, pero tenía curiosidad por conocer algo del mundo de las mujeres marroquíes y, por experiencias anteriores, sabía que era imposible si había algún hombre entre los viajeros.
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Una mañana de abril mi amiga y yo cruzamos la frontera por Ceuta y emprendimos el camino  en dirección al sur. Pasados varios días, estando en Fez, decidimos hacer de un tirón el trayecto hasta Tifnit para contactar allí con los guías que organizan excursiones al desierto.
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Salimos temprano con la idea de pasar por los montes de cedros gigantes del Atlas Medio, para lo que hay que desviarse algo de la ruta principal. Tengo que decir que yo iba de copiloto y que mi sentido de la orientación nunca ha sido brillante. De hecho, cada vez que llego a un cruce, si tengo que girar a la derecha, una fuerza oculta me hace girar a la izquierda y viceversa.  Mis hijos, sabedores de esta peculiaridad mía, insistieron en la conveniencia de instalar un GPS, pero no les hice caso, acabas mirando más la pantalla que el paisaje. Pusimos, eso sí, una pequeña brújula en el salpicadero del coche.
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Transcurridas un par de horas y muchas vueltas por caminos difícilmente accesibles, en medio de espectaculares bosques pero sin identificar ni un cedro ni un alma,  recordé la existencia de la brújula que, para mi sorpresa, dirigía la aguja al Norte. Me armé de valor y admití en voz alta que nos habíamos perdido. Consultados varios planos pudimos situarnos y, después de comprender que si retrocedíamos sería peor, conseguimos llegar a otra vía que, dando una larga vuelta, también conducía a Tifnit.
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Más adelante el paisaje bruscamente cambió de montañoso a un inmenso pedregal enmarcado por el Atlas Medio, que acabábamos de dejar atrás, y las cumbres nevadas del Alto Atlas que corrían paralelas a la carretera. El sol ya estaba bajo y teníamos que buscar un sitio para dormir. Por fin, a eso de la mediatarde llegamos a Midelt.
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Accedimos por la calle principal, una hilera de casas destartaladas a un lado y otro de la carretera,  hasta encontrar un hotel abierto, bastante cutre, del que seríamos las únicas huéspedes y del que juraron (en falso) que tenía calefacción. Mientras un empleado nos ayudaba a descargar el equipaje, se inició el ritual de preguntas, de dónde eres, de España, ¡ah!, Barcelona (no sé por qué nunca dicen Madrid, o Valencia); no, Barcelona no; de qué sitio, y mi amiga, bastante harta, intentó zanjar el tema y con sonrisa malévola contestó: “de Cantabria”. Fue como un grito de guerra. Resultó que todas las familias de Midelt tenían un hijo, un hermano, un primo que trabaja en Santander, y todo el mundo sabía qué es Cantabria. La noticia corrió por todo Midelt.
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Tras la inevitable visita a la tienda de alfombras pedimos una prórroga para descansar y pasear un rato. Aparte de la fea calle principal, Midelt tiene barrios periféricos muy bonitos, separados por campos surcados por canales de riego y riachuelos y unidos por caminos poco poblados.
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Visitamos primero la kasba, en muy buen estado porque había sido objeto de restauración reciente por la UNESCO, aunque lo más interesante es que estaba habitada y en sus callejuelas jugaban niños, a través de las puertas se veía ropa tendida, y desde las ventanas se esparcía un fuerte olor a especias. Después dimos un largo paseo siguiendo el curso de un riachuelo en el que las mujeres lavaban la ropa y la colgaban a secar en las ramas de los árboles, mientras los hombres trabajaban sus trocitos de tierra, sacho en mano, o rezaban, y los burros nos miraban con cara de pocos amigos.
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El camino nos condujo a unas casas de adobe en las que un grupo de mujeres charlaba mientras cuidaban a los niños. Nos pidieron que les hiciéramos unas fotos y, después de muchas risas al ver sus imágenes en la pantalla de la cámara, nos invitaron  a compartir su cena: té dulce, galletas caseras y pan mojado en aceite de argán. Las casas eran muy sencillas, con camastros a modo de sillones alrededor de una estufa, y la televisión en el sitio principal, que encendieron como muestra de cortesía. Nosotros lo agradecimos atendiendo con mucho interés un noticiario en árabe. Tampoco faltaba un cable que colgaba de una habitación a otra y terminaba en un cargador de móvil comunitario. Pese a entendernos en el idioma universal de los gestos, que por cierto da mucho más de sí de lo que uno piensa, se empeñaron en intercambiar nuestros números de móvil.
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Regresamos al hotel casi de noche. Allí nos esperaba un sinfín de invitaciones de madres, abuelas, hermanas, para cenar o tomar el té. Como no podíamos atenderlas todas, saludamos a los que pudimos, y aceptamos tomar un té en la de nuestro amigo de Cantabria-Santander. Dijo que su casa estaba muy cerca pero nos hizo caminar, con un frío que cortaba la piel, al menos durante media hora, por caminitos de tierra que bordeaban los cultivos, sin apenas luz, a punto de rompernos la crisma.
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Llegamos a otro barrio de calles asfaltadas y casas amplias y modernas, algunas  a mitad de construcción. Nuestro amigo explicó que eran de los emigrantes, que año a año las iban terminando con sus ahorros, para cuando se jubilaran. Por fin llegamos a su casa. Nos recibió su madre, acompañada de varios hijos e hijas y un nutrido grupo de familiares. En un salón muy recargado que se veía que solo se usaba para las visitas, como antiguamente en algunas casas de España, y tras un rato de conversación la madre nos informó que tenía otra hija, Nadia, casada con un belga, que vivía en Francia pero que casualmente estaba ahora en el Valle del Dadès, donde regentaba con su marido un hotel que abría dos veces al año. Nos dio una tarjeta para su hija y encarecidas recomendaciones de que fuéramos a visitarla.
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Cuando por fin pudimos marcharnos, al borde del agotamiento, nuestro amigo se ofreció a conseguirnos un taxi: paró el primer coche que pasó por la calle y negoció que por 10 rupias nos dejara en el hotel, dónde aún nos esperaba otro rato de tertulia, esta vez solo con hombres dado lo avanzado de la hora, y donde  nos calentamos con los rescoldos del calor humano, porque lo de la calefacción había sido un timo.
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A la mañana siguiente y tras una despedida triunfal, salimos, esta vez de verdad, hacia el desierto. Quién nos iba a decir que Midelt, con su, al parecer, escaso interés turístico, nos iba a ofrecer una vida social tan  intensa.
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Días después, camino de Marraquech, paramos en el hotel de Nadia. Resultó ser un sitio maravilloso que no puedo dejar sin recomendar, “Chez Pierre” (además nos hicieron un precio especial gracias a las amistades de Midelt). Esa noche, sentadas en un comedor magnífico, la luna iluminando los desfiladeros, la vajilla impecable, Nadia encantadora, el menú exquisito, rollos de hojaldre a la menta, codornices confitadas y tartaleta de manzana, y un Rioja que sacamos del maletero del coche  (no te venden alcohol, pero te dejan que lleves tu botella), bromeamos sobre qué peligrosas aventuras tendríamos que inventar para contentar las expectativas de nuestros amigos y familiares.
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* Ana Alonso F. Aceytuno se presenta a sí misma: "Tengo 63 años. Nací en Las Palmas. Soy patóloga. Mi vida profesional ha transcurrido entre Barcelona, Canadá y Las Palmas, donde trabajo actualmente, excepto el periodo comprendido entre 1983 y 1989, en el que ocupé algunos cargos de gestión sanitaria en Canarias y Andalucía. Carezco de curriculum literario. De forma esporádica he escrito unos pocos relatos en los programas radiofónicos de Millás, sobre todo en la primera etapa, y en algunos blogs de aficionados (Ventanianos y La página de los cuentos), y he participado en dos cursos cortos a distancia de microrrelatos en La Escuela de Escritores. Eso es todo. Viajo cuando puedo y me gusta tomar notas para, al regreso, esribir pequeñas crónicas que sirvan de recuerdo. Esta forma parte de uno de esos viajes".
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