sábado, 18 de julio de 2015

¿Por qué escribe un escritor?, y 2, por Enrique Jaramillo Levi

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................II
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LA  OTRA  CARA  DE  LA  MONEDA
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Escribir puede entrañar una suerte de ritual autorregulado cuando las palabras modelan ritmos y tonalidades propias en un proceso que se despliega de forma fluida, continua, consistente, con una gracia singular que pareciera alimentarse a sí misma, o mediante  una sostenida intensidad que sugiere absoluto control del lenguaje y de las ideas, aunque sean estos los que en realidad vayan llevando de la mano a las secuencias del texto en los mejores momentos de su plasmación.
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Lo contrario es cuando la creatividad avanza lentamente o a trancos porque la inspiración, dispersa o inexistente en un momento dado, hace decrecer la continuidad de la escritura o incluso, a ratos, se estanca haciendo al autor perder la más elemental armonía interna y, como consecuencia, su sentido de dirección. En este punto, doy por sentado que eso que ha dado en llamarse “inspiración” en verdad existe, por más que no resulte fácil examinar con absoluta verosimilitud su procedencia ni mucho menos la fiabilidad de sus constantes.
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Así, en una suerte de acto de fe, simplemente sabemos que existe no sólo porque la sentimos actuar sino debido a que vemos sus resultados y, como un hecho intelectual o artísticamente palpable, lo aceptamos. Es decir, independientemente de explicaciones sicologistas o sociológicamente orientadas, en los artistas –y todo auténtico escritor lo es— ocurre este fenómeno misterioso o enigmático de a menudo poder gozar de fuentes imprevisibles de afortunada incentivación que les permiten expresarse mediante determinadas rachas o accesos inescrutables de ocurrencias creativas que, en casos extremos, pueden lindar incluso en la genialidad.
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De ambas circunstancias está hecha la manera en que la creación literaria articula su modo muy particular de expresarse, según el estilo y las necesidades muy particulares de cada escritor. Hablo, por supuesto, de autores que no son novatos: de los que ya tienen cierta experiencia creando textos literarios. Escritores cuyo proceder les viene de un genuino talento que no se les oculta, y cuyas metas pueden o no estar claras desde el inicio pero que siempre toman muy en serio su irrenunciable gusto por la escritura y un impostergable deseo de auscultar las entretelas del mundo y, sin duda, de indagarse a sí mismos.
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Para este tipo de escritor, no hay oscuridad ni territorios vedados que valgan: todo lo cuestionan, lo transgreden, lo investigan, lo documentan, lo digieren y terminan transformando en la materia prima de obras que podrían resultar memorables sabiéndolas articular de forma original, diferente, llámense novelas, cuentos, obras teatrales, poemas o ensayos. La experiencia más nimia, la más trivial, la más efímera o la más mundana o vulgar puede saltar de su opacidad, de su aparente intrascendencia, para formar parte de un todo más integrado, más completo, menos invisible para el común de las gentes: para convertirse en vivencia encarnada, hálito vital que trasciende su anterior invisibilidad coyuntural hasta crecerse haciéndose fuerte como parte significativa  de la vida.
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Pero resulta que también ocurren períodos, largos o cortos, a veces permanentes, en los que el escritor se topa con una estrujante esterilidad literaria que lo mantiene seco, inhóspito consigo mismo y con la vida, de tal manera que le resulta imposible producir. En tales circunstancias, carente de creatividad, no hay manera de irrigar el páramo de esa sequía, y lo invade una frustrante sensación de desasosiego y a veces de rabia. Ocurre entonces que o no escribe en absoluto, o lo que escribe es malo, torpe, repetitivo y peligrosamente inapetente, y lo sabe. Y como consecuencia nace una inclinación a la inercia o, peor todavía, un deseo abierto o solapado hacia la autodestrucción.
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También sucede la variante de que quien escribe con cierta asiduidad, satisfecho o no de su producción literaria, siendo una persona responsable y por tanto muy exigente consigo mismo, en algún momento se pregunta qué sentido tiene hacerlo. Se lo pregunta genuinamente, dudando del sentido profundo de escribir, llegando incluso no pocas veces a restarle valor, sentido. En tales casos, no es infrecuente que lo que produce le parezca de poco o nulo valor. Y esa sensación de creciente incertidumbre puede llegar a convertirse en un auténtico fastidio existencial que frena toda creatividad y drena sus reservas espirituales hasta límites francamente castrantes.
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Se trata, pues, en un caso u otro, de la otra cara de la moneda; esa en que no sólo no hay fluidez literaria alguna como parte de un proceso nulo de creatividad en marcha, sino que la escritura misma, al no producirse ya, termina muriendo en su cuna. O incluso antes, en el alma misma del creador, al no poder ser fecundada por su ya desfalleciente deseo de superación, por la pérdida total de su identidad de escritor.
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Muchos son los creadores que, en tales circunstancias, se dan por vencidos, dejan por completo de escribir y, a veces, hasta pueden terminar suicidándose. Y es que en ellos vida y creación literaria no pueden separarse: son una misma honda, sinuosa vivencia. Una vivencia tan entrañable y única e intransferible que, al anularse el entusiasmo y la fecundidad, ya no tiene razón de existir.
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Panamá, 22 de marzo de 2015
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* El cuadro es de Wifredo Lam.
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